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30/6/17

Yaqui, una vida una historia

Mi primer perro fue Yaqui, un perro foxterrier blanco que nació poco antes que yo viniera al mundo, me contaron mis padres que me fue regalado por unos compadres, el compadre Javier y la Sra. Fresia que vivían en la playa de Loncura.   Al comienzo dicen que le llamé Serrucho, Martillo, nombres que se me venían a la mente, al tun tun como niña chica hasta que descubrí el nombre de Yaqueline y para hacerlo mas corto lo asocié con Yaqui, sin darme cuenta si era macho o hembra.

A medida que pasaban los años, yo crecía junto a Yaqui,   mi primer amigo, el que con un lengüetazo sobre las lágrimas que caían por mi rostro después de una retada negativa merecida, devolvía la sonrisa plena a mi cara sonrojada con nariz de payaso de tanto llorar.  Sentía sus ojos café oscuros mirándome y yo sonreía, era mi mayor premio, entonces lo tomaba con mis brazos pequeñitos, lo abrazaba, le daba besitos que me encantaba hacerlo, aunque me llamaran la atención, cochina, me decían, como se te ocurre darles beso al perro, eso no se hace,  era uno de los típicos retos que escuchaba. Me gustaba olerlo, que exquisito era olerle, si, llenar mi nariz de ese olor a perro transpirado cerrando los ojos para que nunca se me olvidase.  Hasta el día de hoy, estando sola, cierro mis ojos y vuelvo a aquellos maravillosos días de infancia, conocía todos sus olores. No cualquier perro tiene ese olor del Yaqui.  A veces  Nina, me trae recuerdos de mi Yaqui, a ella la abrazo y su olor me lleva a la infancia. Yaqui siempre fue mi amigo, era un poco mayor que yo, celebrábamos los cumpleaños casi juntos, aprendió andar a mi lado desde cachorrito, solo con su collar, siempre anduvo con collar, era señal de respeto que tenía dueño, en ese tiempo no habían las correas lindas de hoy, para tirarlo, a lo mas se amarraba con un cordel, era tan inteligente que sabía a la hora que comenzaba el día, la hora en que yo me iba al colegio a tomar la micro, y cuando me bajaba de esta, las veces que me acompañaba al colegio era el primero en bajarse, sabía como subirse camuflado al bus para que el chofer no lo echara para abajo, se iba directo bajo el primer asiento. Habían veces en que yo solo me daba cuenta cuando se bajaba, y cuando lo hacía antes de subir, lo tomaba en brazo y me devolvía una y otra vez a dejarlo a casa, era un balazo para cruzar la puerta de calle, arrancarse y seguirme era su felicidad.  No se como hacia enflaquecer tanto para poder meterse entre los fierros de la reja, después de subir el muro. Las veces que lograba hacer leso al chofer, me seguía hasta el colegio, ahí era otro show mas en que yo entrara al colegio, cerraban la puerta, Yaqui quedaba afuera de la escuela cuando de repente en clases la profesora preguntaba, en la puerta hay un perrito, y con tono un poco irónico, que me parecía patético, decía ¿a quién busca?...y yo entre orgullosa y con vergüenza, me levantaba del asiento yendo hacia el donde su cola no paraba de moverse, volvía a tomarlo en brazos para ir a dejarlo a la puerta de calle.  Ahí Don Melitón, el portero de la escuela, siempre se reía y me decía...otra vez. Lo echaba para la calle, pero Yaqui buscaba la reja de fierro para meterse entre los barrotes y volver de nuevo a la sala de clases, si estaba acostumbrado hacerlo a través de los fierros de la reja de mi casa, los barrotes del colegio eran mas anchos, obvio que mas fácil.    Ya cuando veía que el cuidador se estaba aburriendo con el show, colocando mi cara inocente lo convencía para que me lo tuviera en su salita hasta que tocaran la campana. Hubo días de lluvia copiosa, y Don Meliton dejaba que se pusiera a secarse al lado de su estufa.   ¡Que rabias me hacía pasar!...uyuyuuui, pero yo lo amaba, era mi amigo amado incondicional.   Lo más exquisito era cuando tocaban la campana, agarraba mi bolsón de cuero que ya no existen, sobre el delantal cuadrillé me lo cruzaba a mi cuerpo, salía corriendo despavorida a la puerta del colegio donde mi fiel amigo y compañero me esperaba, mis compañeras me decían que esperara, pero para mí era mas importante irme con Yaqui que con ellas.   Le hacía cariño y le decía, vamos Yaqui, a patita pa’ la casa.  Me sentía orgullosa de que me hiciera caso delante de quienes nos observaban. Y el, movía su cola, se ponía a mí lado y partíamos uno junto al otro, a veces corriendo, otras caminando, tirándole piedras que me traía o tocábamos el timbre de alguna casa y arrancábamos, arranca Yaquiiiii, era típico tocar los timbres.   Y pobre que pasara un perro que lo mirara mal o se tratara de acercar, se le engrifaba todo el pelo, era choro y defensor de nada. Todo lo entendía. A nadie más que a mí le sucedía que un perro la acompañara al colegio, la esperara toda la mañana, con calor, frío,con lluvia y caminara a mi lado de vuelta a casa. Imposible pensar en ese tiempo ponerle una ropita de polar. Lo mas divertido era cuando llegábamos a casa, nos habría la puerta mi madre, después de darle el beso de saludo, miraba al suelo asombrándose de verlo, y éste, decía, con razón los chiquillos lo salieron a buscar y no lo encontraron. Yaqui se iba directo al patio donde lo esperaba su casita de madera la que le había hecho mi padre, era tan mononita, hasta su nombre tenía puesto encima de la puerta de su entrada y para las fiestas patrias, lucía una bandera de papel lustre hecha por mí. Tal vez aún exista alguna foto de esa casita, antes eran escasas las fotografías, solo blanco y negro,  no como ahora que todo se convierte en imagen.

Cuando llegaba la época de irnos a veranear por la colonia donde mi padre trabajaba, Yaqui era otro miembro de nuestra familia, iba con nosotros,  era el primero en subirse al camión que nos transportaría al bosque del balneario de Ventanas que estaba como a tres horas de Santiago en esa época.   Yaqui siempre fue con nosotros, mi madre lo amaba a pesar de que la hacía rabiar cuando se arrancaba por las mañanas de casa,  jamás hubiera permitido dejarlo en alguna parte, era un patiperro callejero, hasta ayudaba a armar el campamento entre los árboles del bosque que hoy no existe, pero está una villa de casitas en ese pueblo.   Por las mañanas temprano nos levantábamos, tomábamos desayuno y nos íbamos junto a mis padres y hermanos a caminar por la orilla de la playa, aquella playa que yace plena y pura en las imágenes de mis recuerdos, hoy transformada en una mugre por dar paso al progreso económico de nuestro país. Eran mañanas hermosas, muchas veces nubladas y heladas, yo llevaba mi balde para llenarlo de conchitas que tiraba el mar hacia afuera a tempranas horas de la mañana, y Yaqui siempre corriendo de un lado para otro. Mi perro era libre,  feliz con nosotros y muy obediente. Hubo veces en que se perdía de nuestro rumbo por quedarse jugando con algún otro, pero siempre llegaba en donde estábamos. Era el perro más posero para tomarse fotos.  Las fotos en blanco y negro son originales de época.

Desde siempre tuve este amor por los perros. Nací para amarlos.  Yaqui me acompañaba a bañarme en el mar, quedaba estilando entre ladrido y ladrido para que me saliera, luego se iba a la arena y se sacudía sin importarle quién estuviera a su lado. Ventanas es una playa extendida, menos mal que había bastante espacio en ese tiempo para acostarse guatita al sol de lo contrario nos hubieran tapado a garabato limpio, mientras a Yaqui con mis hermanos lo cubríamos con arena, dejándole solo su cabecita afuera, y le gustaba tanto que lo hiciéramos que ni siquiera se movía, ahí se quedaba calentito con la arena, mientras yo le besaba su frente.

Siempre estuvo sano, y eso que solo se le ponía la vacuna antirrábica obligatoria cuando pasaban por orden de la municipalidad poniéndoselas gratis a quienes teníamos perros, todos los perros tenían que si o sí vacunarse, era obligación, y nos daban un comprobante de esa vacunación con su nombre y el del dueño.   Se alimentaba de las hoy mal llamadas “sobras” que dejaba mi madre de nuestra comida. No eran sobras como la palabra lo dice, la comida para el, era otro plato igual al de nosotros,  Yaqui comía de todo, y nunca estuvo enfermo.  No existían los veterinarios que mandaran a sacarle una radiografía al torax para verificar un pequeño resfrío, ni una ecografía para ver cuantos cachorritos venían en la guatita.   Eran otros tiempos, donde la vida era mas contacto natural. Por las tardes toda mi familia y amigos del campamento, nos llevaban a caminar hacia el lugar donde se encuentra la Ventana, antes eran dos piedras gigantes con un orificio en el medio que dieron el nombre,  al nombre del pueblo de Ventanas, con el tiempo, una de ellas terminó quebrada, fueron las mas lindas puestas de sol disfrutadas en mi infancia que recuerda mi mente.  De ahí la culpa de amar esa hora del día, la hora de la puesta de sol y Yaqui sentado a mi lado. Por las noches llegaba la hora de la fogata, donde nació mas de una artista que se hizo famoso con el tiempo, cantar al son de las guitarras, la mar estaba serena, era como un himno de aquellas vacaciones al regreso.

Llegaba el tiempo de desarmar el campamento de grandes carpas y  volver a Santiago. Aquí era cuando comenzaba mi sufrimiento,  mis problemas. Yaqui se valía tan bien solo fuera de casa, “callejeando”, que a primera hora cuando mi padre se iba al trabajo no se daba cuenta que se le escapaba, Yaqui desaparecía sin saber donde estuviera. A veces volvía temprano, pero volvía hediondo a caca de caballo, al muy maricón le gustaba revolcarse en la feca que dejaban los caballos de las carretas que iban a la feria, ahí mi madre o alguno de mis hermanos mayores lo tomaban, lo metían dentro de la tina, lo jabonaban, secaban y volvía a ser el perro hermoso blanco entero.

En ese tiempo yo vivía en la comuna de San Miguel, la perrera fue el gran invento de su alcalde Palestro donde  los martes y viernes pasaba el “maldito camión de la perrera municipal”, eran horribles aquellos días para mí  cuando les tocaba pasar  y Yaqui sin saber de su existencia, se arrancaba a recorrer las calles sin tener idea del peligro que corría callejeando.  Era un callejero, ni por mas que nos preocupábamos de que no saliera, el era mas rápido, se arrancaba a la calle, todos teníamos la obligación de salir a buscarlo para entrarlo. El miedo se apoderaba de mí aquellos días, sobre todo cuando pasaba el asqueroso camión de la perrera,  se detenía,  yo con mis ojos super abiertos, lo buscaba entre tantos perros llamados “vagos”, con el tiempo aprendí que no eran vagos, sino abandonados y  perros callejeros que los mismos dueños entregaban,  algunos eran  cazados por medio de redes enormes como las que veía usar por los pescadores en Ventanas,  hombres vestidos con sus mamelucos azules o plomos hediondos a excrementos y basuras los tomaban a la fuerza y los tiraban al camión. Como niña chica que era, les gritaba que los soltaran que ahí estaba mi perro, como gritaría que hasta me daban permiso para que lo buscara dentro del camión, pobre que se me arrancara algún perro por casualidad me decían, luego de asegurarme que no estaba, me iba con la cabeza gacha preocupada por no haberlo encontrado, al llegar y abrir la puerta de mi casa Yaqui salía a encontrarme moviendo su cola, ahí lo retaba castigándolo dentro de su casa y sin contacto. Al patio, le decía, y  él agachaba su cabeza, la cola entre sus patas y se guarecía en su casa hasta que me veía volver de la escuela y salía corriendo a encontrarme. Hasta ahí llegaba mi enojo, era imposible estar enojada con el.

Aquellos recuerdos del camión de la perrera municipal, nunca los he podido sacar de mi mente, cada vez que un perro se perdía en el sector era señal que el camión lo había atrapado, ahí si el dueño consideraba que su perro era importante, iba en su busca y si lo alcanzaba lo traía de vuelta, de lo contrario los propios vecinos echaban a los perros para la calle en el momento que pasaba tan magno vehículo para que se llevaran a sus mascotas, sin importarle el dolor que ello causase. Rara vez volvía a ver a los perros de los vecinos. Y al preguntarle a ellos por su perro, era tan “normal” que me respondieran, se lo debe haber  llevado la perrera. Supieran la rabia que me daba, y a pesar de ser tan niña, yo sabía que hacían mal, y sentía que yo debía hacer justicia por aquellos perros inocentes que entregaban a la perrera, sencillamente no saludaba mas a los vecinos que traicionaban a sus perros. Y créanme que a varios de ellos nunca mas volví a saludar, pero levantaba mi frente y los miraba como recriminando lo que habían hecho, y eso que era “normal” tirar a los perros para que el camión de la perrera se lo llevara como si hubieran sido basura.  De ahí mi alejamiento con las personas, no podía soportar que maltrataran de esa sucia manera a sus perros.

Íbamos a cumplir con Yaquí casi diez años juntos.   Un día llego a casa de vuelta de la escuela, abro la puerta, me pareció extraño que no saliera a encontrarme, le pregunto a mi madre por Yaqui, y me responde que se había arrancado en la mañana y aún no había vuelto. Tomaba once y me iba a recorrer  las calles del sector por donde se suponía que el estuviera, a veces lo encontraba y lo llevaba de vuelta, pero hubo una vez que por mas que recorrí las calles una y otra vez, mi Yaqui nunca mas volvió, eso aun duele.  No hubo noche que no llorara por no encontrarlo, nunca perdí la esperanza de hallarlo, todos los días llegaba del colegio y me iba en su busca. Aún hoy al recordarlo, mis ojos se humedecen de emoción y vuelve a pasar.
En la imagen con Queno, uno de mis hermanos que me quitaba a mi perro a propósito para salir con el en la foto....grrrrrr.

Esta es la historia de mi Yaqui, fue la primera mascota que tengo en mi vida llena de recuerdos. Pasaron los meses quedándome con la idea que se perdió o el dolor mas grande que se lo llevó la perrera. Fue ahí cuando mi madre al ver que mi pena no decaía, trajo otro perro a nuestro hogar para que el tiempo curara mi tristeza. Llegó Yimi a nuestra familia, pero Yaqui era insustituible.

Pasaron los años, yo crecí y un día conversando con uno de mis hermanos, sin querer se le sale cuando Yaqui lo atropellaron... Cómo que Yaqui había sido atropellado…¿Cómo que atropellado?...le grité y me cuenta su historia: yo me había ido a la escuela, alguien abrió la puerta y Yaqui salió vuelto loco en mi busca para seguirme. Al poco rato vino un vecino avisar que a mi perro lo había atropellado una micro. Jaime, mi hermano mayor que estaba en casa salió corriendo a buscarlo…las lágrimas caían  sobre mis mejillas…al rato llega de vuelta con mi Yaqui muerto, en brazos, totalmente ensangrentada su ropa. Yaqui fue enterrado antes que yo llegara. Al preguntarle a mi madre por que me lo ocultó, respondió que pensó que  había sido lo mejor para que yo no sufriera tanto con su muerte, estando en época de pruebas en el colegio, pensó que me haría menos daño tener la esperanza de que un día volvería.  No juzgo su decisión. Una madre no se juzga, lo hizo pensando en mi bienestar, pero yo hubiese preferido saber que estaba muerto y enterrado, que haberlo buscado tantos años en cada perro blanco parecido que veía. 

Solo se que ese perro que amé con todas mis fuerzas inocente en la infancia, marcó mi vida para toda la vida, entregarme sin condiciones a los perros, por que de ellos he aprendido a aceptar a las personas como son, aprendí la paciencia, la fidelidad, la lealtad, a entregarme, a confiar, amar sin condiciones, no esperar nada de nadie…aprendí a amar a los perros de manera incondicional como ellos nos aman.

Esta es la historia de un perro como cualquiera que le encantaba salir a recorrer las calles, es el típico "perro callejero", un perro que siempre tuvo dueño, un perro inteligente que se las arreglaba cada día para salir a sus aventuras, luego volver a su hogar donde lo esperaban y era bien recibido, a pesar de llegar con un olor fétido en su cuerpo revolcado en el escremento de caballo o perro muerto, que murió bajo las ruedas de un bus, que conoció el amor de una familia, y fue mi perro.
La vida nos enseña a través de pruebas que van quedando como  experiencias a ser mejores personas, mejores humanos. Nunca más un perro mío volvió a salir a la calle solo,  sin su collar, ni su correa. Yaqui siempre tuvo identificación al reverso de su collar.

Esta es  historia la de mi Yaqui, la compartí hace algunos años en mi página losperrosdelcamino,  compartí la repugnancia que siento ante el camión de la perrera y la triste experiencia de término de vida de un perro callejero, al morir bajo las ruedas de un bus.    El tiempo ha pasado y no en vano, mi expericienca de niña me llevó a intentar educar sobre tenencia responsable de mascotas para que no hayan mas Yaquis muertos atropellados.   Con el correr de los años, me casé y me fui a vivir a la comuna de La Florida, donde comencé a llevar mis conocimientos de educación a través de mi vida,  de manera anónima hasta que me descubrieron.  Salí durante años  de madrugada a recorrer las calles de la comuna cuando alguien me avisaba que andaba un camión municipal sospechoso en tal calle, y créanme que si esto vuelve a suceder me tendrán de nuevo en las calles, tenga la edad que tenga.

Cuando conté mi experiencia en los perros del camino, fueron cientos los correos que me escribieron, muchos de ellos compartieron sus historisa conmigo, todos coincidían que la pena es la misma cuando amamos a los perros.

Ahora hay que seguir adelante, se viene una nueva ley de tenencia responsable, con la cual no estoy de acuerdo por las falencias que ella deja.

Si amas a tu perro, evita que salga solo a recorrer las calles, hoy  existen muchas maneras de taparle los sectores por donde se escapan, hay rejillas, de todos los grosores.
Ama a tu perro y preocúpate de el.

Sinceramente
Marcela



"¡Cuán pocos son los que piensan justamente
sobre los pocos que piensan!
¡Y cuántos que creen pensar y...
no piensan nunca!"



"Un perro no tiene por que andar en la calle solo, debe salir a pasear tirado de una correa de la mano de su dueño, de lo contrario se convierte en un perro callejero."

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